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viernes, 2 de mayo de 2014

Cupido en acción



Cupido en acción

Te miro.

También escucho  tus pensamientos; tú por supuesto no puedes verme, pero me conoces un poco por todos los mitos, fábulas y cuentos que se han inventado de mí, los que obviamente sueles dudar o ridiculizar, así que no puedes saber que algo en esos inventos  sí es verdad: que existo, que soy una persona carismática, pícara y juguetona y que, como si de un juego de tiro al blanco se tratara, en este instante me instalo frente a ti acariciando mis flechas de dos clases; unas doradas con plumas de paloma y otras de plomo con plumas de búho, teniendo en mi pleno conocimiento las que utilizaré contigo y con aquel que pronto llegará.

¡Ja! ¡Qué tonterías!”, piensas al leer la frase impresa en la delgada tira de papel que sacaste de la galleta de la fortuna, una de esas que en los restaurantes chinos siempre obsequian al finalizar de comer. “El amor a tus puertas tocará, este día llegará”, es lo que dice y sin dejar de hacer un gesto de hastío por semejante anunciado, arrojas el delgado papel, junto con la galleta partida en dos, al plato donde todavía hay una buena tajada de pastel, pero que ya no comerás por sentirte satisfecha.

—Cariño—te dice tu madre levantándose de la silla—iré al tocador antes de irnos. ¿Quieres venir?

—No. Aquí te espero.

Tu madre se aleja sorteando las mesas ocupadas por otros clientes del restaurante de comida china y te le quedas mirando hasta que desaparece detrás de una pared, luego tu atención se centra en la mesera que se acerca a tu mesa para retirar los platos y por un momento, al mirarla, comienzas a divagar. A tus ojos, la mesera es la más bella de las mujeres  y piensas que debería estar trabajando de modelo, posando para revistas famosas, viajando por todo el mundo y ganando mucho dinero, en vez de estar sirviendo mesas. Si tú fueras tan bonita como ella, serías modelo, pero tu físico, desde tu perspectiva, es poco atractivo. Con tus diecisiete años de edad, luciendo una figura de mediana estatura, delgada, ojos no muy grandes, pero chispeantes en su color café claro, rostro ovalado e iluminado casi siempre con la sincera sonrisa de tus delgados labios, te crees una fealdad; ni siquiera tomas en cuenta que tienes una larga y hermosa cabellera en un tono castaño oscuro que provoca el deseo de que manos ajenas pasen por ella  sus dedos.

—¿Sucede algo?—escuchas preguntar a la mesera, la que se mira a sí misma con extrañeza y ella piensa si hay algo anormal en su apariencia, pues tu mirada sobre su persona se ha vuelto insistente; es entonces que te das cuenta que la has estado mirando de manera que ya raya en la poca educación.

—No, perdona—sonríes  sintiéndote abochornada y desvías de ella tu atención permitiendo que cumpla con su deber de retirar los platos de la mesa.

Suspiras. Sin que lo sepas, tu mirada pasa a través de mí una y otra vez, vagando por la estancia, comenzando a sentirte impaciente. Tu madre tarda mucho y tú ya deseas irte, pero tu madre se toma su tiempo, así que tu atención se detiene ahora sobre una dama, pero no es en sí el físico de la mujer lo que te llama la atención, ni tampoco sus gestos al conversar, ni su risa aguda, sino el gran moño que a manera de diadema, adorna su peinado. Es blanco, salpicado de bolitas negras. Un estrafalario moño pecoso. Sonríes al pensar que tú jamás te pondrías en la cabeza ni en ningún otro lado de tu anatomía, algo semejante.

Por largos momentos te quedas mirando el adorno de la mujer, como si ya no hubiese nada aparte que pueda atraerte, sin embargo, yo sé que algo más llenará tus pupilas. Ya lo escucho entrar, acercándose por el pasillo que forma la hilera de mesas, caminando con paso seguro, atento al compañero que le dice algo divertido, con lo que ríe, pero tú no lo ves todavía, así que de manera pasiva, con evidente cariño en mis manos, tomo una de mis flechas y la coloco en el arco. La tenso y preparo el tiro. Una flecha dorada con plumas de paloma se dirige hacia ti en el justo momento en que él pasa a tu lado obstruyéndote la visión de la dama con su moño y es entonces cuando lo ves, al mismo tiempo en que mi flecha traspasa tu corazón.

Puedo sentir tu emoción. Primero como un relámpago soltando su descarga eléctrica en tu palpitante corazón, haciéndolo latir a ritmo anormal, luego, el extraño vacío en tu estómago que poco a poco va llenándose de una sensación desconocida que estalla en tu mente en completa confusión.

“¡Cielos!”, piensas sofocada, sin comprender nada qué sucede, pero sin desear desviar tu vista del recién llegado que termina por ir a sentarse ante una mesa al final de tu propia fila. “¡Estoy viendo a un ángel!”, te dices estupefacta y sientes mucho calor; como un fuego crepitante que te envuelve y en las chispas de ese fuego, nuevas emociones se suman a la confusión: nerviosismo, turbación y ansiedad. Una ansiedad que supera las otras emociones cuando ves a tu madre. Con la llegada de tu madre, deben irse, pero resulta que ahora tú no quieres irte. ¡No puedes irte! Quieres seguir mirando al ángel.

—Vamos, Mar.

Apenas escuchas a tu progenitora, tu mente está en conflicto y en medio de este, ideas la manera de quedarte.

—Quiero otra rebanada de pastel, mamá.

Tu madre, que no se ha vuelto a sentar, se sienta y mirándote suspicaz, pregunta:

—¿En serio?

—Sí, de veras—haces el intento de llamar a la mesera, la modelo que te atendió antes, pero ella está ahora atendiendo al ángel y a su amigo.

El nerviosismo y la turbación se conjugan con la frustración. La modelo es muy linda, de seguro lo atraerá, y sientes el deseo intenso de ser tú la única quien lo atraiga, pero para que él sea atraído a ti, tú debes actuar. No puedo hacer mi trabajo si tú no cooperas, tienes que hacer algo, levantarte de esa silla. Debe mirarte. Mi deseo de que te muevas te hace saltar de la silla, aunque aún no sepas claramente qué vas a hacer. Quieres ir a dónde tu ángel, pero la vergüenza se apodera de tu ser.

—Mar, ¿qué pasa? ¿A dónde vas?

—Voy… al baño.

Y caminas, pero lo haces al lado contrario a donde está el servicio sanitario.

—¡Mar!—tu madre quiere decirte que el tocador está hacia el otro lado, pero tú ya te alejas de ella acercándote a la mesa del ángel.

Paso a paso te acercas a él desplegando tu vergüenza, levantando la confusión que impera en ti. Lo miras con dulzura. En ese momento la mesera se marcha para ordenar el pedido de ellos y tú te detienes a escasos tres pasos de la mesa. No sabes qué hacer, pero no es necesario que hagas algo más. El ángel levanta su mirada y te ve y yo, que ya tengo preparada mi flecha, una igual a la que utilicé contigo, la suelto dirigiéndola directamente a su corazón.

La melodía de una canción desconocida surge entre ambos cuando sus miradas se encuentran. Los orbes negros de él muy abiertos por la reacción inicial, muy parecida a la tuya, te recorren de cabeza a pies y su expresión de finos rasgos denota que le gusta mucho lo que ve y a medida que tú desapareces la distancia que hay entre ambos, la melodía de esa canción que solamente suena en sus corazones, anuncia con claridad:

Amor, amor, amor.

Mientras él se levanta, ambos piensan que todo parece irreal, pero cuando el ángel rompe el silencio, esa sensación de irrealidad pasa dejando solamente una dulce alegría que les produce nerviosismo, timidez y calor.

—Hola, me llamo Santiago.

—Soy Mar—le tiendes la mano mirando hacia arriba. Él es muy alto.

Se estrechan las manos y te das cuenta que los dos las tienen sudadas, pero no importa. Lo que importa es esa extraordinaria sensación destellante que los acoge por completo  al contacto de sus manos. Un sentimiento arrollador que hace que se suelten de inmediato.

—amm, yo…

—¡Oh! Esto…

Ni tú ni él saben qué decir y agradeces cuando el amigo de Santiago acude al rescate.

—¿Por qué no se sientan y beben algo refrescante? Creo que lo necesitan.

Te ruborizas deliciosamente y olvidándote de tu madre, te sientas al lado de Santiago. Haz encontrado algo nuevo y no piensas dejarlo. Tú no crees en el amor a primera vista, pero eso es lo de menos; el que creas o no, porque no se necesita creer para que éste llegue a ti por medio de mis fantásticas flechas.

Si pudieras verme te diría:

Hola, soy Cupido, el culpable de tu felicidad.

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