El Momento
No supe
distinguirlo hasta que llegó.
Ese momento
acercándose a mí lentamente, moviéndose a mi encuentro con el paso de los
segundos, los minutos, las horas. Eso que llamo momento, alarga hasta mi
presencia la silueta de su sombra, alcanzándome de forma extraña. Sexto sentido
lo llamarían algunos; yo no lo llamo de ningún modo. Solo sé que la sombra que
me cubre, no es nada que hubiese sentido antes. No es angustia ni preocupación.
Tampoco es miedo; mucho menos temor. No es alegría ni felicidad, sino más bien
es la combinación de todas esas emociones juntas, entrelazándose para formar
algo nuevo; algo que me hace desear hacer, quizás por primera vez, lo que es
correcto.
Mi nombre es Ron
y tengo 18 años. Mi profesión, desde hace algunos años, es hacerles la vida
miserable a mis padres. Un día decidí que estaba cansado de ellos y de sus normas, siempre poniendo
negativas a lo que más me gustaba hacer y con ello, la experimentación de los
diversos castigos cuando contravenía sus leyes, por eso comencé a rebelarme al
cien por ciento, haciendo todo aquello que los hacía sufrir, no obstante, jamás
había hecho lo que hice hace cinco días.
Participar en un
secuestro.
El secuestro de
una linda chica de quince años. Venida de una acaudalada familia, mis
compañeros, Dan, Don y yo, esperamos recibir unos cuantos cientos de miles de
dólares por la devolución a su familia de la “princesa”, como la llamamos y
desde que la tenemos en nuestro poder, los tres nos turnamos para cuidar que no
escape, pero desde los últimos dos días,
prefiero cuidarla yo todo el tiempo, porque aunque disfruté del secuestro y el
maltrato de ella por parte de mis compañeros los primeros días me tuvo sin
preocupación, de pronto, comencé a sentirme diferente ante eso.
¿Ella notó ese
cambio? Tal vez y por eso comenzó a insistir en que la liberara.
—Por favor,
déjame ir. Prometo que no diré nada sobre ustedes—Me pidió ahora, una súplica
repetida ya decenas de veces durante las últimas 24 horas.
—No puedes decir
nada de nosotros. ¿Acaso nos has visto?—le respondí con sequedad mirando la
venda que cubría sus ojos.
Ella se volvió a
mí ubicándose por mi voz. La teníamos sentada en una silla, atada en esta con
las manos tras el respaldo. Su posición
denotaba el cansancio de su ser. Pasar días y noches sin poder moverse mucho,
debía ser torturante. Las únicas veces que le permitíamos levantarse de esa
silla, era cuando tenía deseos de ir al baño, y no siempre cumplíamos su
petición, por lo que debía aguantarse. La miré llorar y sus lastimosos gemidos,
en esta ocasión, no pudieron pasar sobre mí. Sentí una especie de compasión.
—Cuando menos,
dame agua—dijo entre sollozos—tengo mucha sed.
Y no era para
menos. El calor de verano era alto, húmedo y sofocante y en la cabaña no había
aire acondicionado. Era una cabaña vieja y abandonada, ubicada en medio del
bosque en una propiedad que pertenecía al tío de Dan. Le acerqué el vaso con
pipote y ella bebió agua con
desesperación, atragantándose y tosiendo.
—Tranquila—le
dije y me atreví a darle unos golpecitos en la espalda. Ella lanzó un gemido de
dolor y dejé de golpearla. Hasta ese momento me di cuenta que le dolía todo el
cuerpo, lo que no era para menos, Don le
había propinado una buena paliza dos días después de su secuestro cuando
intentó huir en un momento en que la llevó al baño. La paliza fue para que
entendiera que no debía intentar escapar de nuevo.
Nítidamente noté
su martirizado aspecto. Su cabello enmarañado lucía sucio y grasoso, su rostro
mostraba los moretones de los golpes y la hinchazón, aunque era cada vez menos,
deformaba sus facciones. Su vestido, que un día fue vistoso en elegancia por su
distinguida marca, ahora estaba desaliñado y manchado con la sangre seca de las
heridas de su nariz y boca. Toda su apariencia era testigo mudo de su
sufrimiento y cuando su mal olor corporal invadió mis fosas nasales, una
punzada agitó mi corazón. Era aquello desconocido venido de la sombra que desde
hacía un par de días me envolvía. Aquello que no podía discernir.
Me retiré de la
chica y me acerqué a la puerta de la cabaña con la intención de salir de allí
un momento, deseoso de aire fresco, pero sabía bien que afuera no había aire
fresco. El exterior estaba aún más caliente que el interior y a esa hora del
día, el calor del sol incrementaba la temperatura. Me quedé junto a la puerta
sin abrirla cuando las voces de mis compañeros, que venían
acercándose desde donde dejaron el auto de Dan, me llegaron. Ellos venían de la ciudad, desde donde
llamaban a la familia de la princesa. Aunque la recepción telefónica en la
cabaña era muy mala, no era ese el motivo por el que no llamaban desde sus
propios celulares, sino de teléfonos públicos dispersados en toda la ciudad. No
deseaban dejar ningún tipo de pistas.
—Todo está
listo—escuché a Dan—Esta noche iremos a recoger el rescate. Cuando lo tengamos,
la mataremos.
—¿Por qué
matarla? Hemos tomado precauciones para que no nos reconozca. Jamás nos ha
visto.
—La mataremos
para no arriesgarnos. No podemos asegurar que no vea nada a través de esa
venda. Además, seguro nuestras voces han quedado bien registradas en su
memoria. No nos expondremos.
Algo sorprendido por la conversación, me alejé de la
puerta y fui a sentarme en el sillón. Para
cuando ellos entraron a la cabaña, yo simulaba leer. Me
saludaron con el habitual: ¿Todo
bien?”
—Todo bien—dije
despreocupado mientras Dan inspeccionaba la cabaña y se aseguraba que la
princesa siguiera bien atada.
—Pronto
terminará esto—me informó Dan con una amplia sonrisa, sin cuidarse de la chica que
nos escuchó también—Esta noche obtendremos el rescate. Yo iré a recogerlo al
lugar convenido.
—Qué bien—musité
sin emoción.
—¿Quieres que Don
se quedé a hacer la última vigilancia? Así puedes ir a descansar. De hecho,
podemos vernos aquí mismo mañana a primera hora para repartir la ganancia de
nuestro trabajo.
—Prefiero
continuar yo con la vigilancia. De aquí a entonces, no es nada. Supongo que el
plan sigue en pie, hacer un intercambio. El dinero por la chica.
—Mmm, esto
último cambió un poco. Primero el dinero y después la chica. Esto es para
asegurar mi sobrevivencia. Les dejé bien claro que si sucede algo imprevisto a
la hora de recoger el rescate, como que
haya policías e intenten detenerme, no volverán a verla. Es seguro que ahora
haya todo tipo de agentes de la ley en su casa, monitoreando todas nuestras
llamadas para localizarnos. Si todo sale bien, yo mismo dejaré a la chica en un
lugar, y su familia la recogerá unas horas después, así que cuando tenga el
dinero, vendré por ella, hasta entonces, quedará a tu cuidado.
—De acuerdo—dije
con poca convicción, aunque esto pasó desapercibido por ellos. No estaba de
acuerdo, no en que se le matara.
Nos despedimos y
ellos volvieron a irse.
—Van a matarme,
¿verdad?—preguntó ella de pronto y el temor tiñó su voz.
Arrojé con
fuerza el libro que ya no leía, pues me había quedado perdido en mis
pensamientos. El seco sonido que hizo el libro al golpear el suelo me sobresaltó y la princesa, también
sobresaltada, se volvió a “mirarme”. Pude sentir su mirada aterrada y
penetrante a través de la venda.
—¿Serás tú quien
me mate?
—¡Cállate!—le
ordené airado. Necesitaba pensar en el cambio de la conclusión del asunto.
—¿O será tu
amigo, el más malo de todos? ¡Por favor! ¡No dejes que me mate!
El nivel de
histeria en la voz de ella lastimó mis oídos. La agudeza de su tono fue como
arma punzante y un dolor de cabeza estuvo a punto de hacerme su víctima, así
que fui a encerrarme en el baño, en donde sus gritos angustiados eran opacados.
Me senté sobre la tapa del retrete y masajeé mis sienes. Fue en este momento en
que aquella sombra desconocida acució con más ahínco mi ser, en donde todas las
emociones se entrecruzaron formando una gruesa cadena que no fui capaz de
romper. Solo supe, sin lugar a dudas, que debía hacer lo correcto. Saqué del
bolsillo interior de mi chaqueta la foto que tenía de la princesa. Dan nos
había dado una a Don y a mí para que nos grabáramos el rostro de la víctima
antes de secuestrarla. Era probable que esa fotografía la bajara del internet,
pues, ¿de qué otra manera podía conseguirla? O quizás él mismo la fotografió
cuando estuvo siguiéndola algunos días para conocer su rutina. Acaricié su
sonriente expresión. Se veía muy feliz, ingenua y confiada. La chispa de una
larga vida brillaba en sus ojos grises, mostrando una bonita esperanza.
Regresé la foto
al bolsillo, me levanté y Salí del cuarto. Me acerqué presuroso a la princesa y
sin pérdida de tiempo, sin decir una sola palabra, comencé a desatar la cuerda
que la aprisionaba. Ella, sorprendida y asustada, interrogó emocionada:
—¿Qué haces?
¿Vas a dejarme ir?
Se frotó las
adoloridas manos y brazos cuando estuvo libre, luego retiró la venda de los
ojos, levantándose de la silla. Se tambaleó un poco. Le habíamos dado de comer,
pero no como era apropiado, así que en esos cinco días había adelgazado mucho
más, ya que de por sí era de complexión delgada
y estaba débil. Intenté sostenerla, pero la princesa se retiró presurosa
de mí, como si no soportara mi tacto, luego noté que mantenía sus ojos
cubiertos con una mano. La brillante luz del día colándose por las ventanas,
lastimaba sus orbes. Era el precio de que estuvieran todos esos días en la
oscuridad.
—Te llevaré a tu
casa—le dije tomando los lentes oscuros que llevaba por costumbre sobre mi
cabeza, a modo de diadema, cuando no los utilizaba—ten, ponte estos, protegerá
tus ojos de la luz.
Tomó los lentes
y se los puso, fue entonces cuando pudo mirarme de lleno haciéndome sentir
incómodo. La oscuridad de los cristales me impidió ver sus grises, pero sentí
que en ellos imperaba el agradecimiento. Quizás me odiaba, pero eso no impedía
que se sintiera agradecida por concederle su libertad. La tomé del brazo y esta
vez ella me soportó. Con docilidad se dejó conducir fuera de la cabaña hasta
donde estaba aparcado mi auto. Le ayudé a subir en el asiento del copiloto y
cuando me senté frente al volante, fue que preguntó:
—No vas a matarme,
¿verdad? ¿En serio me llevas a mi casa?
—Te llevaré a tu
casa, pero tú debes hacerme un favor. Nos olvidarás para siempre, a mis
compañeros y a mí. Diremos a todos que te encontré, que lograste escapar de tus
captores y yo te encontré en el camino. ¿Harás esto por mí?
—Si me regresas
a mi familia, haré esto por ti.
—¿Lo prometes?
—Lo prometo.
No podía estar
seguro de su promesa. Era posible que en el interrogatorio que le hicieran,
pudiera dejar escapar algo de la verdad, pero aun así, encendí el auto y me
dispuse a salir del bosque por el angosto sendero que conducía a la carretera
que nos devolvería a la ciudad. Debí tomar precauciones con ella, como pedirle
que se ocultara, por ejemplo, pero no lo hice y al llegar a la ciudad después de dos horas, alguien la
vio y la reconoció. Una prima cercana a la familia que estaba al tanto de su
secuestro.
—Creo… que vi a
mi prima—me informó princesa señalándome el estacionamiento de un centro
comercial—¡Y ella me ha visto!
—¿Dónde? Te
dejaré con ella, es mejor… ¡Maldición!
Volví a maldecir
cuando pasé de largo el centro comercial, sin que hubiera manera de salir de la
amplia avenida por ir en uno de los carriles de en medio. El tráfico a mi lado
y atrás impedía maniobrar a mi voluntad. Busqué un retorno, pero la larga
avenida parecía no tenerlos, así que procuré retornar en el siguiente semáforo,
no obstante me abstuve de hacerlo cuando una patrulla pasó por la avenida
contraria, sonando su sirena para abrirse paso entre el pesado tráfico y noté
que buscaban a alguien, a mí.
Me entró el
pánico y aceleré, olvidando por un momento el acuerdo que había entre princesa
y yo, colándome sin cuidado en medio de los vehículos que hicieron sonar sus
cláxones cuando estuvieron a punto de estrellarse contra mí.
—Seguro tu prima
habló a tu casa y tal como dijo mi compañero, hay policías ahí.
—Pero no
huyas—pidió suplicante—juro que no te delataré.
Sus palabras no
me tranquilizaron. Debían calmarme, pero no, porque en ese instante pude sentir
que la sombra que estuvo sobre mí, comenzó a levantarse poco a poco y su dueño
fue haciéndose presente. El momento. La cadena de emociones se vio coronada por
un nuevo eslabón, diferente a todos los demás. Mal presagio.
—Detente, por
favor. Déjame en manos de ellos.
Otra patrulla
pasó lento en la avenida contraria. El pánico se incrementó, pero a pesar de
él, me dirigí al estacionamiento de un local de comida rápida. Los agentes de
la patrulla me vieron y buscaron retorno para ir en mi persecución. La primera
patrulla ya venía acercándose a mí, así que fue cuestión de un par de minutos
que me alcanzaran en el estacionamiento.
—Ocúltate en el
piso—Le pedí—Déjame hablar primero con ellos.
—¿Por qué? Ya
dije que no voy a delatarte. Lo que digas, te apoyaré.
—Es por tu
seguridad, solo mantente abajo, ¿sí?
Confundida, ella
hizo al fin lo que le pedí y dejó el asiento haciéndose ovillo en el piso,
ocultándose de la vista de todos. Abrí la portezuela y bajé del auto levantando
las manos. Los agentes de la primera patrulla bajaron también, portando en mano
sus armas y uno de ellos me gritó:
—¡No se mueva!
¡Péguese contra su auto y ponga las manos sobre este!
La segunda
patrulla llegó y los oficiales bajaron para apoyar a sus compañeros; casi
enseguida se sumó una tercera patrulla. Mi nerviosismo creció cuando de repente
recordé la foto de ella en mi bolsillo. ¿Esa foto me incriminaría? Se
preguntarían por qué razón tenía una fotografía de ella. El nerviosismo se notó
en mi voz cuando dije sin poner atención a la orden:
—Tengo algo para
ustedes. La encontré vagando por la carretera.
—¡Péguese contra
su auto y ponga la manos sobre el cofre!
¿Dónde está la joven?
—Mire oficial,
está aquí, en el auto—informé, pensando cómo deshacerme de esa fotografía.
Miré con
preocupación las armas que me apuntaban, seis en total. Me estremecí y el
eslabón del mal presagio se agrandó, retorciendo todas las emociones que me
plagaban; la cadena de ellas me golpeó sin misericordia, atenazándome las
entrañas. Aquí estaba ya el momento y su sombra se había levantado sobre él en
espera de algo, ahora lo supe, lo que no supe, fue que yo mismo provoqué el
momento al desobedecer la orden y bajar el brazo derecho, deseoso de sacar la
fotografía y destruirla con mi propia boca, ingerirla para que no quedara rastro
de ella.
—¡Quieto!—ordenó
desconfiado otro oficial—¡Levante ese brazo!
Pero yo no
levanté el brazo, antes bien llevé la mano a mi bolsillo y la desconfianza de
ellos se tornó en violencia. Sus armas dispararon y las balas penetraron en mi
vientre y pecho. La fuerza de los disparos me hizo retroceder y ahora sí quedé
pegado a mi auto, contra mi voluntad, justamente en la ventanilla del copiloto.
Princesa gritó. Algunas balas pasaron a mi lado entrando por las ventanillas
abiertas, la de princesa y la mía, silbando entre el espacio que ella había
dejado libre. Si no estuviera oculta, esas balas la hubieran alcanzado también,
pero estaba a salvo.
Como pude, me
sostuve de pie y logré sacar el objeto de mi interés. Sin mirar la foto, me la
llevé a la boca y arranqué pedazos que comencé a masticar con frenesí. Las
piernas me temblaban fallando al sostenerme, por lo que me fui resbalando
lentamente hasta quedar sentado; mi cabeza apoyada en la portezuela se movió
agónica cuando el aire comenzó a faltarme. Algunas balas habían perforado mis
pulmones, otra uno de mis riñones y una más estuvo a escasos milímetros de
darle a mi corazón, pero eso no importaba, porque mis pulmones comenzaron a
llenarse de sangre en cuestión de segundos y me estaba asfixiando, sin embargo,
continué comiendo la prueba de mi delito en medio de borbotones de sangre que
subían desde el interior hasta mi boca.
—Creímos que iba
a sacar un arma—pronunció uno de los oficiales, pero eso tampoco me importó. Ni
el hecho de que otro pedía una ambulancia.
El escozor de
las lágrimas lastimó mis ojos. Parpadeé varias veces, pero los lagrimales
soltaron las gotas tibias y cristalinas. El dolor se hizo presente y junto con
el dolor, la distinción de todas esas emociones, desuniéndose para mostrarme mi
error. Fue como si la sombra que por dos días me siguió, lanzara como fuegos
artificiales cada uno de los eslabones de la cadena, estallando e iluminando el
cielo de mi conciencia. Nostalgia,
melancolía, tristeza, pena,
turbación, fastidio, miedo, temor, compasión, alegría, cariño, amor, todo eso
sentido al recordar episodios importantes de mi vida, pero lo más
sobresaliente, el arrepentimiento.
Este último, sí,
porque, ¿qué cosa más abominable le puede hacer uno a sus padres que privarlos
de su hijo único para siempre?
—Perdón—musité
claro en mis pensamientos.
El momento de mi
muerte me arrebujó en sus brazos y finalmente se llevó mi vida. De esto se
trataba el asentamiento de la sombra sobre mí, la sensación desconocida. El mal
presagio había hablado, pero yo no quise escucharlo. Ahora, he deseado mostrar las
últimas vivencias de mi vida, pero no puedo, porque estos son solo pensamientos antes de morir.
Descanso en paz.
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