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martes, 27 de agosto de 2013

El momento



El Momento

No supe distinguirlo hasta que llegó.

Ese momento acercándose a mí lentamente, moviéndose a mi encuentro con el paso de los segundos, los minutos, las horas. Eso que llamo momento, alarga hasta mi presencia la silueta de su sombra, alcanzándome de forma extraña. Sexto sentido lo llamarían algunos; yo no lo llamo de ningún modo. Solo sé que la sombra que me cubre, no es nada que hubiese sentido antes. No es angustia ni preocupación. Tampoco es miedo; mucho menos temor. No es alegría ni felicidad, sino más bien es la combinación de todas esas emociones juntas, entrelazándose para formar algo nuevo; algo que me hace desear hacer, quizás por primera vez, lo que es correcto.


Mi nombre es Ron y tengo 18 años. Mi profesión, desde hace algunos años, es hacerles la vida miserable a mis padres. Un día decidí que estaba cansado  de ellos y de sus normas, siempre poniendo negativas a lo que más me gustaba hacer y con ello, la experimentación de los diversos castigos cuando contravenía sus leyes, por eso comencé a rebelarme al cien por ciento, haciendo todo aquello que los hacía sufrir, no obstante, jamás había hecho lo que hice hace cinco días.

Participar en un secuestro.

El secuestro de una linda chica de quince años. Venida de una acaudalada familia, mis compañeros, Dan, Don y yo, esperamos recibir unos cuantos cientos de miles de dólares por la devolución a su familia de la “princesa”, como la llamamos y desde que la tenemos en nuestro poder, los tres nos turnamos para cuidar que no escape, pero  desde los últimos dos días, prefiero cuidarla yo todo el tiempo, porque aunque disfruté del secuestro y el maltrato de ella por parte de mis compañeros los primeros días me tuvo sin preocupación, de pronto, comencé a sentirme diferente ante eso.

¿Ella notó ese cambio? Tal vez y por eso comenzó a insistir en que la liberara.

—Por favor, déjame ir. Prometo que no diré nada sobre ustedes—Me pidió ahora, una súplica repetida ya decenas de veces durante las últimas 24 horas.

—No puedes decir nada de nosotros. ¿Acaso nos has visto?—le respondí con sequedad mirando la venda que cubría sus ojos.

Ella se volvió a mí ubicándose por mi voz. La teníamos sentada en una silla, atada en esta con las manos tras el respaldo.  Su posición denotaba el cansancio de su ser. Pasar días y noches sin poder moverse mucho, debía ser torturante. Las únicas veces que le permitíamos levantarse de esa silla, era cuando tenía deseos de ir al baño, y no siempre cumplíamos su petición, por lo que debía aguantarse. La miré llorar y sus lastimosos gemidos, en esta ocasión, no pudieron pasar sobre mí. Sentí una especie de compasión.

—Cuando menos, dame agua—dijo entre sollozos—tengo mucha sed.

Y no era para menos. El calor de verano era alto, húmedo y sofocante y en la cabaña no había aire acondicionado. Era una cabaña vieja y abandonada, ubicada en medio del bosque en una propiedad que pertenecía al tío de Dan. Le acerqué el vaso con pipote y ella bebió agua  con desesperación, atragantándose y tosiendo.

—Tranquila—le dije y me atreví a darle unos golpecitos en la espalda. Ella lanzó un gemido de dolor y dejé de golpearla. Hasta ese momento me di cuenta que le dolía todo el cuerpo, lo que no era para menos,  Don le había propinado una buena paliza dos días después de su secuestro cuando intentó huir en un momento en que la llevó al baño. La paliza fue para que entendiera que no debía intentar escapar de nuevo.

Nítidamente noté su martirizado aspecto. Su cabello enmarañado lucía sucio y grasoso, su rostro mostraba los moretones de los golpes y la hinchazón, aunque era cada vez menos, deformaba sus facciones. Su vestido, que un día fue vistoso en elegancia por su distinguida marca, ahora estaba desaliñado y manchado con la sangre seca de las heridas de su nariz y boca. Toda su apariencia era testigo mudo de su sufrimiento y cuando su mal olor corporal invadió mis fosas nasales, una punzada agitó mi corazón. Era aquello desconocido venido de la sombra que desde hacía un par de días me envolvía. Aquello que no podía discernir.

Me retiré de la chica y me acerqué a la puerta de la cabaña con la intención de salir de allí un momento, deseoso de aire fresco, pero sabía bien que afuera no había aire fresco. El exterior estaba aún más caliente que el interior y a esa hora del día, el calor del sol incrementaba la temperatura. Me quedé junto a la puerta sin abrirla  cuando  las voces de mis compañeros, que venían acercándose desde donde dejaron el auto de Dan, me llegaron.  Ellos venían de la ciudad, desde donde llamaban a la familia de la princesa. Aunque la recepción telefónica en la cabaña era muy mala, no era ese el motivo por el que no llamaban desde sus propios celulares, sino de teléfonos públicos dispersados en toda la ciudad. No deseaban dejar ningún tipo de pistas.

—Todo está listo—escuché a Dan—Esta noche iremos a recoger el rescate. Cuando lo tengamos, la mataremos.

—¿Por qué matarla? Hemos tomado precauciones para que no nos reconozca. Jamás nos ha visto.

—La mataremos para no arriesgarnos. No podemos asegurar que no vea nada a través de esa venda. Además, seguro nuestras voces han quedado bien registradas en su memoria. No nos expondremos.

Algo sorprendido por la conversación, me alejé de la puerta y fui a sentarme en el sillón. Para
cuando ellos entraron a la cabaña, yo simulaba leer. Me saludaron con el habitual: ¿Todo
bien?”

—Todo bien—dije despreocupado mientras Dan inspeccionaba la cabaña y se aseguraba que la princesa siguiera bien atada.

—Pronto terminará esto—me informó Dan con una amplia sonrisa, sin cuidarse de la chica que nos escuchó también—Esta noche obtendremos el rescate. Yo iré a recogerlo al lugar convenido.

—Qué bien—musité sin emoción.

—¿Quieres que Don se quedé a hacer la última vigilancia? Así puedes ir a descansar. De hecho, podemos vernos aquí mismo mañana a primera hora para repartir la ganancia de nuestro trabajo.

—Prefiero continuar yo con la vigilancia. De aquí a entonces, no es nada. Supongo que el plan sigue en pie, hacer un intercambio. El dinero por la chica.

—Mmm, esto último cambió un poco. Primero el dinero y después la chica. Esto es para asegurar mi sobrevivencia. Les dejé bien claro que si sucede algo imprevisto a la hora de recoger el rescate, como  que haya policías e intenten detenerme, no volverán a verla. Es seguro que ahora haya todo tipo de agentes de la ley en su casa, monitoreando todas nuestras llamadas para localizarnos. Si todo sale bien, yo mismo dejaré a la chica en un lugar, y su familia la recogerá unas horas después, así que cuando tenga el dinero, vendré por ella, hasta entonces, quedará a tu cuidado.

—De acuerdo—dije con poca convicción, aunque esto pasó desapercibido por ellos. No estaba de acuerdo, no en que se le matara.

Nos despedimos y ellos volvieron a irse.

—Van a matarme, ¿verdad?—preguntó ella de pronto y el temor tiñó su voz.

Arrojé con fuerza el libro que ya no leía, pues me había quedado perdido en mis pensamientos. El seco sonido que hizo el libro al golpear el  suelo me sobresaltó y la princesa, también sobresaltada, se volvió a “mirarme”. Pude sentir su mirada aterrada y penetrante a través de la venda.

—¿Serás tú quien me mate?

—¡Cállate!—le ordené airado. Necesitaba pensar en el cambio de la conclusión del asunto.

—¿O será tu amigo, el más malo de todos? ¡Por favor! ¡No dejes que me mate!

El nivel de histeria en la voz de ella lastimó mis oídos. La agudeza de su tono fue como arma punzante y un dolor de cabeza estuvo a punto de hacerme su víctima, así que fui a encerrarme en el baño, en donde sus gritos angustiados eran opacados. Me senté sobre la tapa del retrete y masajeé mis sienes. Fue en este momento en que aquella sombra desconocida acució con más ahínco mi ser, en donde todas las emociones se entrecruzaron formando una gruesa cadena que no fui capaz de romper. Solo supe, sin lugar a dudas, que debía hacer lo correcto. Saqué del bolsillo interior de mi chaqueta la foto que tenía de la princesa. Dan nos había dado una a Don y a mí para que nos grabáramos el rostro de la víctima antes de secuestrarla. Era probable que esa fotografía la bajara del internet, pues, ¿de qué otra manera podía conseguirla? O quizás él mismo la fotografió cuando estuvo siguiéndola algunos días para conocer su rutina. Acaricié su sonriente expresión. Se veía muy feliz, ingenua y confiada. La chispa de una larga vida brillaba en sus ojos grises, mostrando una bonita esperanza.

Regresé la foto al bolsillo, me levanté y Salí del cuarto. Me acerqué presuroso a la princesa y sin pérdida de tiempo, sin decir una sola palabra, comencé a desatar la cuerda que la aprisionaba. Ella, sorprendida y asustada, interrogó emocionada:

—¿Qué haces? ¿Vas a dejarme ir?

Se frotó las adoloridas manos y brazos cuando estuvo libre, luego retiró la venda de los ojos, levantándose de la silla. Se tambaleó un poco. Le habíamos dado de comer, pero no como era apropiado, así que en esos cinco días había adelgazado mucho más, ya que de por sí era de complexión delgada  y estaba débil. Intenté sostenerla, pero la princesa se retiró presurosa de mí, como si no soportara mi tacto, luego noté que mantenía sus ojos cubiertos con una mano. La brillante luz del día colándose por las ventanas, lastimaba sus orbes. Era el precio de que estuvieran todos esos días en la oscuridad.

—Te llevaré a tu casa—le dije tomando los lentes oscuros que llevaba por costumbre sobre mi cabeza, a modo de diadema, cuando no los utilizaba—ten, ponte estos, protegerá tus ojos de la luz.

Tomó los lentes y se los puso, fue entonces cuando pudo mirarme de lleno haciéndome sentir incómodo. La oscuridad de los cristales me impidió ver sus grises, pero sentí que en ellos imperaba el agradecimiento. Quizás me odiaba, pero eso no impedía que se sintiera agradecida por concederle su libertad. La tomé del brazo y esta vez ella me soportó. Con docilidad se dejó conducir fuera de la cabaña hasta donde estaba aparcado mi auto. Le ayudé a subir en el asiento del copiloto y cuando me senté frente al volante, fue que preguntó:

—No vas a matarme, ¿verdad? ¿En serio me llevas a mi casa?

—Te llevaré a tu casa, pero tú debes hacerme un favor. Nos olvidarás para siempre, a mis compañeros y a mí. Diremos a todos que te encontré, que lograste escapar de tus captores y yo te encontré en el camino. ¿Harás esto por mí?

—Si me regresas a mi familia, haré esto por ti.

—¿Lo prometes?

—Lo prometo.

No podía estar seguro de su promesa. Era posible que en el interrogatorio que le hicieran, pudiera dejar escapar algo de la verdad, pero aun así, encendí el auto y me dispuse a salir del bosque por el angosto sendero que conducía a la carretera que nos devolvería a la ciudad. Debí tomar precauciones con ella, como pedirle que se ocultara, por ejemplo, pero no lo hice y al llegar  a la ciudad después de dos horas, alguien la vio y la reconoció. Una prima cercana a la familia que estaba al tanto de su secuestro.

—Creo… que vi a mi prima—me informó princesa señalándome el estacionamiento de un centro comercial—¡Y ella me ha visto!

—¿Dónde? Te dejaré con ella, es mejor… ¡Maldición!

Volví a maldecir cuando pasé de largo el centro comercial, sin que hubiera manera de salir de la amplia avenida por ir en uno de los carriles de en medio. El tráfico a mi lado y atrás impedía maniobrar a mi voluntad. Busqué un retorno, pero la larga avenida parecía no tenerlos, así que procuré retornar en el siguiente semáforo, no obstante me abstuve de hacerlo cuando una patrulla pasó por la avenida contraria, sonando su sirena para abrirse paso entre el pesado tráfico y noté que buscaban a alguien, a mí.

Me entró el pánico y aceleré, olvidando por un momento el acuerdo que había entre princesa y yo, colándome sin cuidado en medio de los vehículos que hicieron sonar sus cláxones cuando estuvieron a punto de estrellarse contra mí.

—Seguro tu prima habló a tu casa y tal como dijo mi compañero, hay policías ahí.

—Pero no huyas—pidió suplicante—juro que no te delataré.

Sus palabras no me tranquilizaron. Debían calmarme, pero no, porque en ese instante pude sentir que la sombra que estuvo sobre mí, comenzó a levantarse poco a poco y su dueño fue haciéndose presente. El momento. La cadena de emociones se vio coronada por un nuevo eslabón, diferente a todos los demás. Mal presagio.

—Detente, por favor. Déjame en manos de ellos.

Otra patrulla pasó lento en la avenida contraria. El pánico se incrementó, pero a pesar de él, me dirigí al estacionamiento de un local de comida rápida. Los agentes de la patrulla me vieron y buscaron retorno para ir en mi persecución. La primera patrulla ya venía acercándose a mí, así que fue cuestión de un par de minutos que me alcanzaran en el estacionamiento.

—Ocúltate en el piso—Le pedí—Déjame hablar primero con ellos.

—¿Por qué? Ya dije que no voy a delatarte. Lo que digas, te apoyaré.

—Es por tu seguridad, solo mantente abajo, ¿sí?

Confundida, ella hizo al fin lo que le pedí y dejó el asiento haciéndose ovillo en el piso, ocultándose de la vista de todos. Abrí la portezuela y bajé del auto levantando las manos. Los agentes de la primera patrulla bajaron también, portando en mano sus armas y uno de ellos me gritó:

—¡No se mueva! ¡Péguese contra su auto y ponga las manos sobre este!

La segunda patrulla llegó y los oficiales bajaron para apoyar a sus compañeros; casi enseguida se sumó una tercera patrulla. Mi nerviosismo creció cuando de repente recordé la foto de ella en mi bolsillo. ¿Esa foto me incriminaría? Se preguntarían por qué razón tenía una fotografía de ella. El nerviosismo se notó en mi voz cuando dije sin poner atención a la orden:

—Tengo algo para ustedes. La encontré vagando por la carretera.

—¡Péguese contra su auto y ponga la manos  sobre el cofre! ¿Dónde está la joven?

—Mire oficial, está aquí, en el auto—informé, pensando cómo deshacerme de esa fotografía.

Miré con preocupación las armas que me apuntaban, seis en total. Me estremecí y el eslabón del mal presagio se agrandó, retorciendo todas las emociones que me plagaban; la cadena de ellas me golpeó sin misericordia, atenazándome las entrañas. Aquí estaba ya el momento y su sombra se había levantado sobre él en espera de algo, ahora lo supe, lo que no supe, fue que yo mismo provoqué el momento al desobedecer la orden y bajar el brazo derecho, deseoso de sacar la fotografía y destruirla con mi propia boca, ingerirla para que no quedara rastro de ella.

—¡Quieto!—ordenó desconfiado otro oficial—¡Levante ese brazo!

Pero yo no levanté el brazo, antes bien llevé la mano a mi bolsillo y la desconfianza de ellos se tornó en violencia. Sus armas dispararon y las balas penetraron en mi vientre y pecho. La fuerza de los disparos me hizo retroceder y ahora sí quedé pegado a mi auto, contra mi voluntad, justamente en la ventanilla del copiloto. Princesa gritó. Algunas balas pasaron a mi lado entrando por las ventanillas abiertas, la de princesa y la mía, silbando entre el espacio que ella había dejado libre. Si no estuviera oculta, esas balas la hubieran alcanzado también, pero estaba a salvo.

Como pude, me sostuve de pie y logré sacar el objeto de mi interés. Sin mirar la foto, me la llevé a la boca y arranqué pedazos que comencé a masticar con frenesí. Las piernas me temblaban fallando al sostenerme, por lo que me fui resbalando lentamente hasta quedar sentado; mi cabeza apoyada en la portezuela se movió agónica cuando el aire comenzó a faltarme. Algunas balas habían perforado mis pulmones, otra uno de mis riñones y una más estuvo a escasos milímetros de darle a mi corazón, pero eso no importaba, porque mis pulmones comenzaron a llenarse de sangre en cuestión de segundos y me estaba asfixiando, sin embargo, continué comiendo la prueba de mi delito en medio de borbotones de sangre que subían desde el interior hasta mi boca.

—Creímos que iba a sacar un arma—pronunció uno de los oficiales, pero eso tampoco me importó. Ni el hecho de que otro pedía una ambulancia.

El escozor de las lágrimas lastimó mis ojos. Parpadeé varias veces, pero los lagrimales soltaron las gotas tibias y cristalinas. El dolor se hizo presente y junto con el dolor, la distinción de todas esas emociones, desuniéndose para mostrarme mi error. Fue como si la sombra que por dos días me siguió, lanzara como fuegos artificiales cada uno de los eslabones de la cadena, estallando e iluminando el cielo de mi conciencia. Nostalgia,  melancolía,  tristeza, pena, turbación, fastidio, miedo, temor, compasión, alegría, cariño, amor, todo eso sentido al recordar episodios importantes de mi vida, pero lo más sobresaliente, el arrepentimiento.

Este último, sí, porque, ¿qué cosa más abominable le puede hacer uno a sus padres que privarlos de su hijo único para siempre?

—Perdón—musité claro en mis pensamientos.

El momento de mi muerte me arrebujó en sus brazos y finalmente se llevó mi vida. De esto se trataba el asentamiento de la sombra sobre mí, la sensación desconocida. El mal presagio había hablado, pero yo no quise escucharlo. Ahora, he deseado mostrar las últimas vivencias de mi vida, pero no puedo, porque estos son solo pensamientos antes de morir.

Descanso en paz.

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