Primer Encuentro
Había escuchado de ella, sigo haciéndolo de diversas
maneras. Por la calle, en programas de televisión, películas, noticias. Todo el
mundo habla de ella; todos la
conocen. Es famosa. Sin embargo, nuestro primer encuentro fue cuando tenía once
años.
Era lunes, tal vez, no lo
recuerdo con exactitud, pero sé que era un día entre semana porque Mamá nos
despertó a Hermana y a mí para ir a la escuela. Las dos dormíamos en el mismo
cuarto, en camas gemelas. Como siempre, nos quedamos unos momentos bajo la
calidez de las mantas a pesar del llamado, hasta que Papá hizo su aparición.
Afortunadamente él estaba de vacaciones y en casa… o quizás no. Con todo,
Hermana y yo nos erguimos y quedamos sentadas. Era mejor darse prisa; mas no
nos movimos. Algo en el ambiente nos impidió movernos con libertad, una
opresión desconocida que llegó con Papá, quien se sentó en la cama de Hermana
con ella a su lado y yo frente a ambos. Aterradores segundos de silencio antes
de que la grave voz masculina se escuchara.
—Saben que su abuelito estaba
en el hospital, ¿verdad? —preguntó y asentimos. Lo habíamos ido a ver pocos
días atrás, ¿o fue el día anterior? Papá siguió—: Bueno, ya no está en el
hospital. Ya ni siquiera sufre.
Esas eran buenas noticias y
quise sonreír, feliz, pero la seria expresión de Papá no me lo permitió. ¿Por
qué el vacío en sus ojos?
—Su abuelito murió ayer por la
noche.
Hola, soy Muerte y soy cruel. Mucho gusto.
Una broma. Era una broma,
¿verdad? Tenía que serlo, no podía ser verdad. Papá amaba hacerlas, era un
bromista, pero no de esa clase. No mentiría con respecto a algo tan delicado.
No cuando su rostro intentaba ocultar tanto dolor. Miré a Hermana, quien ya
lloraba sin reparo, por lo que más dudas no cupieron en mí. Lloré en silencio y
abundantemente. Abuelito estaba muerto. Finalmente Muerte se había presentado
ante mí, había extendido sus territorios hasta alcanzar los míos; hasta tocar
mi fragilidad. Mi familia.
Papá salió y dejó que nos
cambiáramos para ir al funeral. Mi cerebro había sido cubierto por una neblina
de tristeza y aflicción. Tanto así que olvidé quitarme el short con el que
dormía y sobre éste me coloqué mi pantalón deportivo. ¿Pero a quién le
importaba? A mí no por lo menos. Cuando estuvimos listos todos —Papá, Mamá,
Hermana, Hermanito y yo—, salimos de casa entre lágrimas amargas y llegamos a
la funeraria. Su salón de fiestas.
Como era de esperarse de la anfitriona, el ambiente en el lugar era lúgubre,
lleno de sufrimiento y lo más posiblemente silente. Todas las personas
lloraban. Muerte es poderosa. Abrazamos a Abuelita; a quien siempre vi jovial y
que en aquellos instantes lucía años mayor, tan frágil que creí la rompería con
mi abrazo.
Mamá sugirió que fuéramos a
ver a Abuelito. Yo no quería, tenía miedo. No había visto un cadáver con mis
propios ojos jamás. Me asustaba hacerlo y más si se trataba de Abuelito. No
obstante, Mamá insistió y nos llevó a Hermanito, Hermana y a mí. Lo vi a través
del cristal de féretro en el que estaba. Esa caja de madera adornada bellamente
que sería su última casa. Estaba allí, pero no; lucía sereno y tranquilo, pero
no; parecía dormir, pero no. Simplemente estaba muerto y comprendí más
claramente el significado de eso. No más dulces de su parte, no más paseos en
su camioneta, no más caminatas por la tarde, no más risas compartidas. No más
Abuelito.
No contuve el llanto y lo dejé
fluir tan calladamente como me caracterizaba, pero salió inagotable. Mamá y Hermana
también lloraron con agonía. Papá y Hermano no lo hicieron. Papá ni siquiera
había ido a verlo, sino que estaba con mis tíos y amigos intentando conversar
con normalidad. Papá era muy fuerte. Hermanito en cambio, era demasiado pequeño
como para comprender la situación o muy tonto. Las horas pasaron y Mamá decidió
que fuéramos a casa un momento a comer algo y descansar un poco antes de ir al
entierro que se efectuaría esa misma tarde. Así lo hicimos, tratando de calmar
nuestros nervios ante lo que vendría a continuación. Papá se quedó en la
funeraria.
Después de eso, arribamos al
cementerio; sus dominios, su reino, sus aposentos. En cuanto entré, una frialdad inigualable e
indescriptible me envolvió por completo, así como una sensación de desasosiego.
Deseaba tanto terminar con esto como ralentizarlo cuanto pudiera. Sería el
último adiós que le diéramos a Abuelito, la última oportunidad de verlo y Papá
debía hacerlo. Todos le animaron a que se acercara y lo mirara. Lo que ocurrió
después será algo que jamás olvidaré.
Papá; el hombre fuerte,
estricto, sonriente y a quien nunca imaginé verlo derrumbarse, se vino abajo.
Lloró cual bebé la pérdida de su padre; estaba destrozado y me sentí
terriblemente mal. Ahora, cuando necesitara consejos, ¿quién se los daría?
Cuando necesitara ayuda, ¿quién se la otorgaría? Cuando atravesara un momento
doloroso como ese, ¿a quién recurriría en busca de consuelo? ¿Quién lo
abrazaría con cariño y le diría que todo iría bien? ¿Quién si su papá ya no
estaría con él? ¿Qué haría yo si no tuviera a Papá? Muerte es despiadada.
El tormento siguió presente
todo el tiempo que tardaron en encerrar a Abuelito en su estrecha gaveta. Al
finalizar, el cementerio fue vaciándose de nosotros, los seres queridos de él
que debían continuar con su vida. Creí que todo había terminado, que ella me dejaría con esa finita
despedida, pero me equivoqué. Me mostró más de su autoridad en cuanto
atravesamos la puerta principal del sacramental.
Hermanito, ese niño tonto del
que pensé no sabía nada de lo que pasaba, sorpresivamente se aferró a Mamá, abrazándola
con fuerza en tanto alaridos imparables y a voz viva brotaban de su garganta.
“¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?”, gritó en medio de la calle sin contener un
momento más la tristeza que albergaba su pequeño corazón. Y más claro no fue
para mí.
Muerte no da tregua a nada, a
nadie. Chico, grande, mujer, hombre, fuerte, débil. A cada uno lo ataca y lo
afecta. Eso aprendí en mi primer y desagradable encuentro con ella. Ahora sé con exactitud qué esperar
cuando la hablan por la calle, cuando la anuncian en televisión. La conozco y
desearía nunca haberlo hecho, anhelo no tener que encontrarme con ella una vez más; pero sé que es
imposible. Es escurridiza, es como el agua y el viento que se adentran hasta el
espacio más ínfimo. Vislumbro, por desgracia, que tarde o temprano me
encontraré con ella de nuevo y
desafortunadamente seré incapaz de evitar los devastadores efectos que cause en
mí.
Fin
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