Monstruos
en mi Armario
No,
no soy una niña de cinco o seis años para hacer esa afirmación. Soy una
estudiante universitaria de veinte años que creció en una sociedad incrédula y
que, por defecto, es escéptica, pero lo aseveraré una vez más: hay monstruos en
mi armario. ¿Por qué lo digo?
Bueno,
la situación comenzó cuatro meses atrás, cuando mi familia y yo nos mudamos por
sexta vez en toda mi vida. Una casa linda, amplia, lo suficiente para cuatro
personas. Mi habitación por primera vez tenía armario. No diré que me emocioné
demasiado, no soy un infante, pero me sentí ligeramente feliz, pues mi ropa ya
no sufriría por estar en espacios pequeños como cortos tocadores u otro tipo de
muebles no precisamente hechos para guardar ropa. Las primeras dos semanas
transcurrieron un poco ajetreadas por todo lo que precedió a la mudanza, pero
nada fuera de lo normal, hasta que la decimoctava noche llegó, la que marcaría
el inicio de todo.
El
día había transcurrido como debía, así que el final de éste debía ser igual y
para mí así fue. Ya me hallaba bajo las sábanas de mi reconfortante cama y
Morfeo me había cobijado con sus brazos, llevándome a su reino. Sin embargo,
casi al instante que me sumí por completo en el mundo de la inconsciencia, la
pesadilla más real que jamás hubiese tenido en mi vida me asaltó. Tenía que ver
con grandes cantidades de agua, mis más grandes enemigas, ya que tenía
hidrofobia. Desde la azotea de la escuela pudo verse una ola gigante que se
acercaba a velocidad espeluznante hacia donde estaba, arrasando todo a su paso.
Incluso pude sentir el doloroso impacto de las toneladas de agua en mi cuerpo,
destrozándolo en su totalidad, quebrando cada hueso y desgarrando músculos sin
misericordia, antes de sentir que el líquido llenaba mis pulmones, incapaz de
evitarlo, logrando que la desesperación me cubriera.
Desperté
agitada, empapada en sudor y un temor intenso. Mi pecho latía con ferocidad,
asustado. Jamás me gustaron ese tipo de sueños, aunque no era común que los
tuviera, cada vez que asaltaban mi descanso me perturbaban sobremanera. Sin
embargo, eran sólo eso, sueños. Así que dispuesta a continuar con mi descanso,
respiré profundamente varias veces y me acomodé entre las cobijas una vez más.
Afortunadamente era de las personas que conseguían conciliar el sueño
fácilmente. La pesadilla de esta ocasión en cuanto volví al mundo de los
durmientes, tuvo que ver con el asesinato de mi familia. Llegué a casa después
de la escuela, y a pesar del día soleado, cuando entré, la casa estaba plagada
de sombras antinaturales, que parecían darme una sobrecogedora bienvenida. Y
fue gracias a esas tinieblas que no pude detallar completamente el estado de
los cuerpos de mis padres y mi hermano menor, pero lo que vi fue lo suficiente
para saber que habían sido despedazados sin piedad. Habían sido rajados y
destazados hasta la muerte, por lo que partes del cuerpo yacían regadas por
todo el pasillo que conducía a las habitaciones y el comedor. Y al final del
pasillo, una figura que no logré ver, mas sí sentí, llenó mi espíritu de
espanto.
Esta
vez solté un gemido de terror al tiempo que me alzaba de mi lecho. Ahora no
sólo amedrentada me sentía, sino que por demás extrañada. Nunca había tenido
una pesadilla tras otra. Ni siquiera había hecho algo para que ellas me
atenazaran. No tenía cargos de conciencia y no solía ver u oír historia
fantasmales. ¿Qué pasaba? ¿Por qué de repente estos espantosos sueños
interferían en mi reposo? Negué con la cabeza tranquilizándome. No importaba.
No había significado detrás de eso, que esos dos delirios se acumularan era
mera coincidencia. Me dispuse a dormir una vez más. Esta ocasión, tardé más en
conciliar el sueño. La tercera narcosis de la noche llegó junto con las
imágenes más aterradoras y realistas para cualquier joven mujer. Me encontraba
en medio del bosque plagado de oscuridad y en el que me vi sola un momento,
antes de que salieran toda clase de hombres de entre la espesura de los
árboles, acorralándome por completo. Sus ojos desorbitados ante la locura y la
lujuria hacia brillar dementemente sus rostros, dándome a entender con sus
miradas lo que deseaban hacer. Y no pude evitar que se lanzaran hacia mí y me
sujetaran con sus manas y todas sus malas intenciones. Forcejé con todas mis
fuerzas, pero eran intentos inútiles para soltarme y huir. Me hicieron cuanto
desearon antes mis gritos y lloros desesperados.
Desperté
y un grito lleno de zozobra escapó de mi garganta en tanto lágrimas de temor
bajaban por mis mejillas. Eso había sido terrible. No pensé que algún día fuera
a asustarme por un sueño a tal grado de llorar y mucho menos a mi edad. Incluso
mis padres y mi hermano se vieron en la obligación de dejar su descanso para ir
a ver por qué el grito anterior. Era increíble. Cuando me tranquilicé lo
suficiente, los despaché y se fueron, aunque antes de salir, mi hermano cerró
por completo la pequeña rendija que había dejado abierta de mi armario. Al
quedarme sola, una sensación de alarma me envolvió. De pronto, la habitación se
había envuelto de una frialdad tremenda. No pudo dormir en lo que restó de la
noche y cuando la mañana siguiente llegó, me encontró cansada, ojerosa,
irritable y con una concentración poco recomendable para alguien que debe
estudiar. Papá salía muy temprano de la casa, por lo que ya no estaba para
cuando mi hermano y yo nos levantamos. Estábamos en la cocina, desayunando algo
de cereal antes de irnos a la escuela.
—¿Estás
bien? —me preguntó al ver mi rostro demacrado y al percibir mi mal humor.
Dejé
la cuchara en el plato de procela con brusquedad, provocando un sonido sordo.
—¿Te
parece que estoy bien? —Lo miré con frustración y agotamiento—. Necesito dormir
bien y reposar lo suficiente para aguantar el día y anoche no pude conseguirlo.
¿Crees que eso me hace estar bien? Tuve irrazonables pesadillas, una tras otra,
lo que me saca de quicio, así que mi posibilidad de gritarle a algún maestro
aumenta, lo que definitivamente repercutirá de forma negativa en mis notas o
tareas, ¿piensas que eso está bien?
Él
se mordió el labio inferior y manteniendo la vista en su plato con cereal, negó
con la cabeza.
—Exacto.
Si ya lo entiendes no hagas preguntas estúpidas. Además, ¿qué va a saber un
crío de doce de los problemas de los adultos?
Tomé
mi plato y lo dejé en el fregador sin pizca de amabilidad. Él me imitó y
preparó sus cosas. Era yo quien lo llevaba a su instituto antes de tomar mis
clases. Nos subimos al auto que mi padre me había comprado para moverme con
mayor facilidad. Mantuvimos el silencio unos instantes antes de que él lo
rompiera.
—Yo
sé por qué tuviste esas pesadillas —Como no dije nada, continuó—. Los monstruos
te visitaron. Los monstruos del armario. Como no cerraste la puerta ayer,
salieron y provocaron las pesadillas. Los descubrí cunando llegamos. Hice
algunos experimentos con mi armario y unas noches lo cerraba y otras, lo dejaba
abierto y no dormía, quería verlos. Pero como no pasaba nada, supe que sólo
trabajaban en sueños, así que…
Lo
silencié cuando frené en seco en una orilla del camino. Me miró confundido.
—Bájate
—solté sin apartar mi vista del frente.
—¿Eh?
No entiendo. ¿Por qué?
—Me
aburres con tus cuentos. Bájate.
—P-pero
todavía no llegamos a la escuela, aún falta y casi es hora de entrar.
—Entonces
es mejor que corras.
—Oye…
—¡Bájate!
Finalmente
lo miré y mi mirada de enfado hizo que se encogiera en el asiento. Vi que sus
labios temblaron y que sus ojos se llenaban de lágrimas, no obstante, hizo lo
que le pedí. Puse el auto en marcha de nuevo y
no me digné siquiera a observar su figura por el espejo retrovisor. Era
un tonto. Sabía que no era mi día y se atrevía a llenar mis pensamientos de
historias fantasiosas como esas. No estaba para bromas. En realidad no estaba
dispuesta para nada. Una simple noche de desvelo sacaba lo peor de mí, siempre
había sido así. Quizás debía quedarme en casa e intentar reponer la energía que
me faltaba, pero no podía faltar, estaba en un tema importante de la facultad,
así que tuve que tragarme lo mejor que pude mi coraje e irritabilidad. Aun así,
algunos de mis compañeros tuvieron que ser víctima de mi pésimo genio.
Llegué
a la casa y mi hermano no me molestó, lo que agradecí profundamente y mi madre
no me hecho pelea por dejarlo botado en la calle, lo que significa que no le dijo
nada. A veces no lo entendía en absoluto. El día trascurrió normal. Ayudé a
hacer la comida a mamá, hice una limpieza algo perezosa, cuando mi padre llegó
todos comimos y luego me dispuse a encerrarme en mi habitación a hacer mi
tarea. Era una ventaja tener un escritorio personal, así conseguía paz mental
unos momentos para centrarme adecuadamente. La noche cayó y me dispuse a
dormir. Cuando estaba alistándome para hacerlo, alguien tocó la puerta.
—Adelante.
La
puerta cedió y mi hermano se asomó tímidamente por ella.
—¿Qué
quieres?
Él
giró su cabeza noventa grados a la derecha para ver el armario y al descubrir
que estaba totalmente cerrado sonrió y mirándome, negó con la cabeza antes de
desaparecer. Me senté en la cama, arqueando una ceja y fijé mi visión en ese
hueco que servía de almacén de ropa y variantes cuyo interior era protegido por
unos rectángulos de madera deslizantes. ¿Monstruos en el armario? ¿Qué se creía
que era yo? ¿Una mocosa de preescolar asustadiza y cobarde? ¿Una ingenua crédula
y débil de mente como para pensar por lo menos en una posibilidad de un cinco
por ciento de que eso era cierto? Negué con la cabeza y levantándome deslicé la
puerta un poco y dejé una fisura. No había nada que temer. No creía en nada de
eso, no existían los monstruos y cuando esta noche durmiera sin problema
alguno, se lo restregaría en la cara a mi hermano, al fin y al cabo, ya era lo
suficientemente mayor como para dejar de lado esas patrañas.
Me
di cuenta de mi error casi instantáneamente. Minutos después, pude sentir que
la temperatura en el cuarto descendía abruptamente, como si algún espectro se
hubiese colado por las paredes. Al mismo tiempo, logré sentir una presencia que
me acompañaba y de igual modo pude percatar que me miraba penetrantemente, con
tal intensidad que simplemente no pude quedarme quieta por más tiempo y me
levanté, intentando vislumbrar algo fuera de lo común a través de la oscuridad
impregnada en cada rincón. Cualquier sombra más oscura que la noche, formada
por mis pertenencias, me aceleraba el corazón, dejándome intranquila al
confundirla mi imaginación con algún ser fantasmal o criatura monstruosa. ¿Por
qué me pasaba esto a mí? Con mi agitada respiración doblé mis rodillas hasta mi
pecho y las abracé, ocultando mi sudoroso rostro en el hueco que se formó.
Negué con la cabeza. ¡Maldita sugestión! Eso era, mi mente me jugaba una mala
pasada, nada más, y por ello mis pensamientos me llevaban a imaginar cualquier
locura, vez tras vez, ocasionando que la ocupación de mi cabeza no me dejara
dormir nuevamente, por lo que la mañana siguiente mi batería menguó
considerablemente y mi nivel de ira incrementó.
—Te
ves fatal —fue el saludo de mi hermano al ver mi lamentable estado.
—¿Sí?
Gracias por funcionar como declarador de lo evidente.
—¿Por
qué? ¿Qué pasó?
—No
pude dormir otra vez.
—¿Por
qué? ¿Los monstruos volvieron a visitarte? Pero me aseguré de que estuviera
cerrado...
—¡Cállate!
¡Ya no sueltes sandeces! ¡Cierra la boca de una vez! Por tu culpa y tus
malditos cuentos mi mente no deja de hacerme jugarretas estúpidas. Por mí, tú y
tus monstruos pueden irse por la tubería, no me interesa, ¡pero a mí ya no me
molestes! ¡No me hables de tonterías! Si sigues, no volveré a llevarte al
instituto sin importar lo que mis padres digan.
Tomé
mis cosas y salí de la casa a paso veloz para encender el auto. Golpeé el
volante con furia mal contenida. Estaba cansada, en verdad no quería asistir a
clases. Minutos después, él salió de la casa y se montó en el lado del
copiloto. Su mirada llena de tristeza e incapaz de alzarse, me conmovió un
poco. No debí haberle gritado de esa manera. Él no era el culpable de lo que
pasaba, intentaba ayudarme, con razonamientos ilógicos y niñerías, pero
intentaba hacerlo. Sin embargo, no iba a dejárselo saber. Era demasiado
orgullosa y ese orgullo era el que a veces me sacaba y normalmente me mentía en
problemas. Ese orgullo que la noche anterior me impidió dejar cerrada la puerta
del armario, con tal de demostrar lo equivocado que estaba él. Ese orgullo que
no me permitía estar equivocada ni una sola vez, porque no podía estarlo, sin
importar qué. No iba a caer en una trampa de niños.
La
el manto nocturno volvió a cubrir todo una vez más. Después de correr a mi
hermano una vez más, quien volvió a verificar que el armario estaba cerrado,
abrí las puestas de par en par del susodicho. Nada de ranuras ahora. Era todo o
nada. Estaba apostando la credibilidad de mi hermano y la mía. Al final, estaba
entrando en aquel juego inmaduro, ¡pero qué más daba! Debía terminar con ese
maldito dolor de cabeza y para ello debía seguir las reglas. Apagué las luces y
me senté en la orilla de la cama, de tal manera que quedé mirando fijamente las
siluetas que formaban los abrigos y las demás ropa. Pasaron los minutos y estos
se convirtieron en horas, en las que absolutamente nada pasó.
—¿Qué
es esto? ¿Por qué no salen? ¿Están escuchando? ¡No sean unos cobardes y
aparezcan! —El silencio fue mi respuesta—. Por supuesto que no se dejarían ver.
Son mera fantasía. ¿Cómo ver algo que no existe? Maldita sea…
Estaba
harta. Era una verdadera imbécil. ¿Realmente que idiotez estaba cometiendo? Me
levanté con brusquedad del colchón, me dirigí al armario y cerré sus puertas
con violencia importándome poco el estruendoso ruido que ocasionó mi acción y
que podría despertar al resto de la familia. ¡Al diablo con todo! Regresé a mi
cama y me recosté en ella. Dado mi enfado anterior y mis reproches constantes
hacia mí misma por ser tan débil, no logré el letargo absoluto hasta bien
entrada la madrugada, para ser exactos, tan sólo logré dormir escaso par de
horas. Sonó mi alarma y me hallaba por demás agotada. Ni siquiera me encontraba
tan gruñona, la fatiga me lo impedía, así como se interpuso en mi acto de
alzarme de la cama. Me dolía el cuerpo y la cabeza. Punzadas agudas recorrían
cada centímetro de ellos, por lo que opté por no ir a clases. Al poco tiempo,
escuché toques en la puerta y que ésta cedía poco a poco, dejando ver la mitad
de la cabeza de mi hermano.
—¿Qué?
—¿No
vas a ir a la escuela?
—Me
siento mal, ¿no ves?
Él
miró el armario y lo vio cerrado. Frunció el entrecejo. Sabía lo que pensaba.
¿Por qué no iba a poder dormir si las puertas estaban cerradas? ¿Por qué los
supuestos monstruos me visitaron si no había forma de acceso? En serio era un
bebé.
—Vete,
quiero descansar.
—Ah,
pero… Necesito que me lleves a la escuela.
—¿No
oyes que estoy enferma? Ve caminando.
—Está
muy lejos y no tengo tiempo. ¿No puedes sólo ir a llevarme y regresarte?
—No
puedo, pídeselo a mamá.
—Sigue
dormida, no quiero molestarla.
—Una
vez no hace daño, anda. No me fastidies.
Dudó
unos momentos porque quedó de pie en su lugar unos segundos más, pero al final
se fue, dejándome sola. Desafortunadamente, no logré cerrar los ojos de manera
constante en toda la mañana. Incluso en cada parpadeo el dolor de cabeza
aumentaba, como si estuviera sumida en un hechizo en el que al simple contacto
con la oscuridad, mi mente fuera bombardeada por desgaste continuo, condenada a
no tener relajamiento nunca. Al final, me cansé de estar en la cama sin hacer
nada y me dispuse ir a hacer algo productivo. Hacer unas llamadas a mis amigos
y ver qué habían visto en clases, que me pasaran la tarea, cosas normales y
necesarias. Dado que quería concentrarme lo mejor posible, me tomé unas píldoras
para el dolor; no obstante, antes de realizar cualquier actividad, me tomaría
un baño. Fui por mi ropa al armario y al escindirlo el terror de las noches
pasadas, la perturbación y el nerviosismo regresaron a mi ser, con una recarga
extrema, logrando que temblara y mis piernas no sostuvieran su peso y caí al
suelo sosteniéndome sobre ellas.
Delante
de mis ojos, un escrito hecho con un líquido verde, viscoso y grotesco, rezaba:
“Haud
Requi
¿Sigues
sin creer?”
Y
bajo el texto, la foto de mi hermano manchada en rojo. La tomé con pulso
inseguro y palpé el líquido. El olor a muerte o vida, o lo que fuera que
representara la sangre, inundó mis pulmones. ¿Qué significaba eso? ¿Quién había
escrito eso allí? No había nadie en la casa aparte de mí. Mamá había ido al
supermercado. No pudo haberse escrito solo. Y esa sangre, ¿de dónde había
salido? ¿Es que realmente esas criaturas fantasiosas existían como engendros
crueles que hacían lo que se les antojaba? Negué con la cabeza y lágrimas
cayeron a mi regazo. No lo creía, me negaba a aceptarlo. Si así era, ¿por qué
aquel pavor innatural se apoderaba de mi cuerpo y evitaba que me moviera? ¿Por
qué esa foto y esas oraciones me parecían una amenaza?
Me
di cuenta muy tarde que en el momento en que quise refutar la existencia de
ellos, me había quedado a su completa merced. Y ahora no puedo hacer otra cosa
que creer, admitir que soy una marioneta en los propósitos de ellos; no debe
caber en mí la duda de que me quitarán cualquier cosa si lo desean; debo estar
segura de que me despojarán de todo si lo deciden, tal como me arrebataron a mi
hermano aquel ominoso día en el que recibí la llamada de su escuela, diciendo
que estaba en el hospital. Se había quedado dormido en clases y ya no pudo
despertar. Había obtenido un sueño eterno, un sueño que yo no podía abrigar
desde entonces y cuando recuerdo es entonces que no puedo evitar preguntarme la
clase de seres que son aquellos “monstruos” habitantes del armario, cual dioses
del sueño denegados. Solo sabía que ante su poder y capacidad, eran dignos de
temer y soy una esclava que vive con ese continuo miedo, como seguramente miles
de personas en el mundo.
Dicho
lo anterior, reitero, los monstruos en mi armario, existen.
Fin
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