El
Chico de la Guitarra
La tarde era avanzada y
Justina y Refugio jugaban en el amplio patio delantero de la casa en la que se
encontraban. Sus padres habían tenido que viajar aquel fin de semana por
asuntos de negocios y como siempre que esto sucedía, ellos se quedaron con su
abuela Francia. Ambos amaban estar con ella y pasar el rato a su lado, no sólo
por los biscochos y la deliciosa comida que les preparaba, sino que también porque
las historias que les constaba eran muy interesantes y como niños de diez y
doce años, respectivamente, a ellos les fascinaban. Una mujer mayor, un tanto
encorvada y el plateado a punto de cubrir por completo sus cabellos negros, se
asomó por la puerta de la casa.
—¡Chicos, es hora de unas
galletas!
Los niños dejaron de
corretear ante el llamado de su abuela y presurosos se adentraron a la casa,
dirigiéndose primeramente y por petición de la mujer, al baño para lavarse las
manos y después a la cocina para disfrutar de las galletas con chispas de
chocolate caseras y un rico vaso de leche.
—Abuelita, cuéntanos una
historia —pidió Justina con la boca llena.
—Sí, sí —apoyó Refugio con
voz alegre—. Cuéntanos una aventura.
—No, de esas nos cuenta
muchas— protestó la menor en desacuerdo—. Mejor cuéntanos algo romántico.
—Esas son aburridas…
—Niños, niños, no se peleen
y no hablen con la boca llena o no les contaré nada —sentenció Francia—.
¿Quieren o no una historia?
—¡Sí! —respondieron al
unísono.
—Bien. Esta historia se
llama “El chico de la guitarra”. Y es así más o menos.
Había una vez una chica de
secundaría que vivía triste y amargada. A su madre nunca la miraron bien en la
familia, que era muy conservadora, porque la tuvo a ella fuera del matrimonio,
además de que no tenía papá. Tampoco tenían ninguna clase de apoyo y vivían muy
pobres. Además, como si la vida estuviera en su contra, su madre había muerto
un par de meses atrás. Al ser menor, sus tutores legales pasaron a ser sus
tíos, pero eso no mejoró su situación. Era tratada peor que una criada en esa
casa. Por si fuera poco, no contaba con amigos y en el colegio era la burla de
todos.
“Estoy harta”, pensó una
tarde que caminaba de regreso a la casa de sus tíos, que nunca llegaría a ser
suya. Caminaba con lentitud, al fin y al cabo no deseaba llegar a su prisión.
Quería acabar con su sufrimiento. Su único sostén no existía ya, nada quedaba
por delante para ella, salvo terminar con todo. Nadie se daría cuenta. Unas
compañeras suyas le habían implantado esa idea y le aconsejaron que la mejor
manera era que se echara una pila grande de pastillas. Había muchas de esas en
casa. Las robaría, iría al remedo de chiquero, si, remedo porque ni al completo
llegaba, que le habían dado como cuarto y nadie se enteraría de su ausencia.
Era un plan perfecto. ¿Contaba con el valor para hacerlo? Había muchas cosas
que había perdido en sus catorce años, entre ellas el miedo a la muerte y el
deseo de continuar viva, así que no le sería problema.
Estaba cansada. Esos seres
inhumanos que decían ser su familia la hacían trabajar más que un burro. Dado
que caminaba por el centro, se detuvo en la plaza para descansar un poco,
sentándose en una de las bancas del lugar. Dentro de poco descansaría de todo,
sólo necesitaba aguatar un poco más. Sumida estaba en sus pensamientos
negativos y auto-destructivos cuando escuchó una guitarra. Dirigió su apagada y
vacía mirada a donde había escuchado el instrumento, realmente sin interés.
Distinguió a un chico mayor que ella, quizás de veintitantos, que vestía más
que sencillamente, pero muy limpio y que se mantenía frente al protector de la
guitarra clásica que sostenía en manos, el cual portaba monedas y billetes,
dando a entender que se dedicaba a tocar para sobrevivir.
El joven afinaba el instrumento,
preparándose para tocar alguna canción que supiera, cuando giró su cabeza y sus
ojos azules chocaron con los cafés de ella. Le sostuvo la mirada unos segundos,
parpadeando repetidas veces. Ella lo miró también, pero sin interés alguno y la
falta de brillo en sus orbes llamó la atención de él. Sufrimiento e inagotables
lágrimas era lo que sus ojos parecían decirle. Se acercó para quedar frente a
frente. Le sonrió intentando infundirle un ánimo que creyó necesitaba, sin
obtener una respuesta satisfactoria de su parte. Colocó su pie derecho sobre la
banca y apoyó la guitarra en su muslo en tanto sujetaba la plumilla y la pasaba
por las cuerdas, que comenzaron a crear notas que combinadas se volvieron una
melodía.
“Escucha, nena, y deja de
llorar,
que en esta vida también
hay un sufrir”.
Comenzó a cantar con su voz
grave, suave y serena, llamando la atención de no sólo los que caminaban por
allí, sino de ella misma.
“Olvida todo y empieza a
sonreír,
que en esta tierra hay que
vivir.
Y si alguna vez, has
pensado acabar con todo,
date cuenta que tal vez, no
todo lo que brilla es oro.
Escucha, nena, y deja de
llorar,
mira esta vida y su
felicidad.
Yo por mi parte, te canto
esta canción.
Y si alguna vez, has
pensado acabar con todo,
date cuenta que tal vez, no
todo lo que brilla es oro.
Sal de la tierra de la
soledad.
Visitarla es bueno, pero no
vivir allí.
Olvida todo y empieza a
sonreír.
Y si alguna vez, has
pensado acabar con todo,
date cuenta que tal vez, no
todo lo que brilla es oro.
Escucha nena, problemas
siempre habrá.
Olvida todo y empieza a
sonreír”.
Hizo un solo de guitarra
para finalizar la canción, intentando imitar a un verdadero rockero, y hubiera
sido perfecto si no fuera porque, sin que se lo esperara, una de las cuerdas se
reventó, asustándolo a tal grado que lanzó un grito chillante y agudo, parecido
al de una chica, contra su voluntad. El ambiente pareció muerto unos instantes
antes de que las risotadas de ella se escucharan, incapaz de contenerse. Ese
grito había estado espectacular.
—Mira que eres una
muchachita cruel —dijo el chico de la guitarra sacudiendo su mano—. La cuerda
me dio en el dedo, me duele, ¿sabes?
Ella lo ignoró
olímpicamente sin dejar de reír.
—Bueno, supongo que ha
valido la pena. ¿Te ha gustado la canción? Era especialmente para ti.
—¿Para mí? —ella dejó de reír
al oírlo—. ¿Por qué?
—¿Te has visto en un espejo
últimamente? Luces triste y sin esperanza. Creo que necesitabas un poco de
ánimo, por eso la canción. Sí, en esta vida se sufre, pero hay muchas cosas
valiosas por las que puedes seguir adelante. Cosas que brillan más que el oro.
—¿Ah, sí? Sería genial que
me dieras un ejemplo —su voz adquirió un tono amargo—. No tengo el placer de
conocer nada con tal brillo.
—La sonrisa que me has
mostrado hace un momento fue radiante. Deberías cuidarla.
—¡Por favor!
Se levantó con brusquedad y
le dio la espalda al chico de la guitarra. Comenzó a caminar con paso lento y
cansado.
—Puedes venir cada vez que
quieras —le dijo él sin moverse de su sitio—. Te cantaré hasta que vuelvas a sonreír.
No seas tu verdugo. ¡Piensa positivo y serás feliz!
Ella no le dio ni una señal
para demostrar que lo escuchaba y siguió su camino. ¿Y a él que más le daba
cómo fuera o cómo viviera su vida? Era un entrometido, eso era y no sabía
cantar, además la canción había sido de muy mal gusto a su parecer. Pero para
mayor desgracia suya, esa mala canción no salió de su cabeza en lo que restó
del día, lo que la molestó ya en la noche y mucho más la enfadó no sacarse al
chico de la guitarra de la mente, mas lo que terminó por hundirla en la ira
completa, fue que no llevó a cabo el plan que había ideado y que la llevaría al
descanso eterno. Fue como si algo sin importancia se hubiese pospuesto. Como si
se sumara a una lista de espera olvidada.
Sus pensamientos estuvieron
libres de esas ideas algunos días más, hasta que un nuevo incidente con sus
compañeros le recordó que ella tenía pendiente su suicidio. Sin embargo,
después de la escuela, una fuerza desconocida hizo que sus pasos la llevaran a
la plaza, hacia el chico de la guitarra, quien al verla, comenzó a cantar otra
estúpida canción optimista. Maldijo a aquella fuerza extraña. ¿Destino? No, ése
no existía. Era más bien, la fuerza atrayente de desear vivir mejor, como
cualquier joven de su edad querría y que era impulsada por el típico chico
alegre y entusiasta que vivía en extrema pobreza. ¡Qué horror! ¿Ahora
dependería de eso? Se sentía por demás incompetente.
—¡Hey! ¿Qué tal esta
canción? Ahora hablaba de las cosas de las que puedes disfrutar. Una puesta de
sol, el amanecer, comer un helado...
—Cantas en verdad
espantoso.
—¡Cielos, qué honesta! No
le tomes importancia a la voz, sino a la letra.
—Es imposible, no puedo
concentrarme cuando escucho algo tan malo.
—En verdad eres buena
ofendiendo, ¿eh?
Ella no le contestó y
dándole la espalda se retiró de allí. El chico de la guitarra se limitó a
observarla. Estaba bien. Estaba feliz porque había ido, pues creyó que no
volvería a verla. Que lo insultara si lo deseaba, que sus encuentros fueran
cortos y que se desahogara con él si de esa manera se sentía mejor. No
importaba, en tanto no tuviera esa expresión que le vio aquel día. Una que
decía claramente que dejaría de vivir. Todo estaba bien si mantenía el brillo.
Las semanas transcurrieron
anormalmente rápido para ella y sus visitas al chico de la guitarra se hicieron
más frecuentes y sus conversaciones se hicieron más largas cada día y eran no
sólo para que ella le dijera algo hiriente, sino que eran productivas. ¿A quién
engañaba? Ese tipo había sabido cómo animarla y en su mayoría utilizó canciones
un tanto extrañas, pero eficientes, para conseguirlo. Era increíble. Logró ver
lo maravilloso hasta de la más mínima cosa, como lo era un insecto y cosas así.
No, sus problemas no se fueron, pero al menos supo cómo afrontarlos mejor y eso
la hizo sentirse orgullosa de sí misma. Quizás por ese simple sentimiento ya no
podía ni pensar en el suicidio. Ya tenía por qué vivir. El sentirse bien con
ella misma era motivo suficiente.
Como casi todos los días
después de unos meses de estar haciéndolo, ella se dirigió a
la plaza para visitar a su
nuevo amigo, el primero que tenía. Era lunes y dado que los fines de semana no
tenía permitido salir, no podía ir a verlo sábado y domingo, por lo que lo
extrañaba mucho. Llegó y se extrañó de no verlo en su habitual lugar. No era
posible que fuera a otro lugar, cuando eso pasaba la ponía al tanto de dónde
cantaría y le daba la dirección. ¿Se le olvidaría? Quizás, él no era perfecto,
siempre recordaba ese importante hecho. Se encogió de hombros, bien, ya lo
vería mañana.
Pasó el resto del día y la
mañana siguiente llegó. La escuela se había vuelto un poco más soportable, al
ver que ignoraba por completo a sus atacantes, tal como el chico de la guitarra
le había dicho que lo hiciera, muchos de sus compañeros comenzaban a tenerla en
buena estima por valiente y ya había hasta quien la defendiera, al fin y al
cabo siempre había personas que admiraban la fuerza, valentía y determinación
de la gente. Por esa razón ahora no se le hacían tan largas las clases, lo que
agradeció porque cuando el timbre de salida sonó, ella fue directamente a la
plaza, deseando verlo, pero como el día anterior, no estaba. Eso la extraño, no
siempre tenía muchos lugares a los que pudiera ir a cantar que no fuera la
pública plaza, en la que apenas lo soportaban también.
Quiso preguntar por él,
pero no supo a quién. Después de todo, no era como si la diferente gente que
iba y venía todos los días lo conociera a fondo. Ella parecía ser la única que
se atrevía a hablar y entablar amistad con el que parecía un vagabundo sin
educación. Un pensamiento que siempre la llenaba de orgullo al saber qué clase
de persona era él, pero que en esa ocasión la puso un poco triste y avergonzada
de sí misma. ¿Qué clase de amiga era si ni siquiera se había molestado en
preguntar su nombre? Y en cambio él sí que sabía el suyo y hasta le había medio
inventado una canción en honor a su nombre. Una muy mala y graciosa por cierto.
Sonrió un poco. Ni hablar, la próxima vez le pediría, no, le exigiría su
nombre. No era justo que él pudiera desgastar el suyo y ella el de él no.
Dado que no se movió de
donde estaba, observó a un hombre mayor que todos los días tomaba asiento a un
lado de donde él se colocaba para tocar y siempre lo escuchaba. Incluso había
visto que intercambiaban palabras de vez en vez. Se acercó a él, dispuesta a
preguntar si de casualidad sabía algo de él, esperando que le diera una
noticia.
—¿El chico de la guitarra
que toca aquí? —repitió el hombre la pregunta de ella—. ¿No lo
sabías, niña? Tuvo un accidente. Justo en esa calle de allí —señaló la
calle adyacente a la que estaba frente a ellos—. Un auto lo atropelló.
—¡No! —Interrumpió Justina
la historia nada conforme—. ¿Qué clase de historia es esa? Es fea, fea, fea.
—Aún no termino de contarla
—les dijo Francia con una sonrisilla—. No saben lo que pasará.
—¿Va al hospital donde lo
tienen y lo ve y viven felices los dos cantando canciones? —pregunta Refugio
intentando adivinar el final.
—Me temo que no. No
consiguió más información y ella no volvió a verlo.
—¡Aaah! ¡No! ¡Es cruel! —gritó
Justina tapándose lo oídos.
—Vean el lado bueno. Ella
supo cómo afrontar los problemas recordando la actitud de su amigo.
—Pero él se fue —volvió a
reclamar la niña con tristeza.
—Qué extraña historia
—aceptó el muchacho extrañado—. Por eso prefiero las de acción.
—Y yo las de romance.
Una nueva pelea entre los
niños surgió y Francia los miró con algo de diversión. Ellos debían entender
que la vida no siempre estaba llena de momentos felices y emocionantes, por eso
había decidió contarles esa historia. Quizás algún día tendrían que verse en
una situación difícil y debían esforzarse por salir adelante siempre.
Al día siguiente, Francia,
después de que su marido se fuera a atender la dulcería que tenía, limpió un
poco la casa y luego fue a la casa de retiro de la ciudad. Allí tenía a una
parejita de viejecitos, mucho más viejecitos que ella, cabe aclarar, de los que
había decidió encargarse, dándoles una que otra cosita para vestir y
visitándolos constantemente. Al fin y al cabo, podía ser que un día ella
estuviera en su lugar y estaría muy agradecida de que alguien fuera a verla con
constancia. Al llegar se encontró con una enfermera de mediana edad de la que
era muy amiga. La mujer empujaba a un hombre mediante una silla de ruedas.
—Señora Francia, tan
puntual como siempre —fue su saludo al verla—. El matrimonio López estará feliz
de verla otra vez. ¿Cómo va todo? ¿Qué tal don Rigo?
—Ahora está mejor, fue un
susto repentino, pero el cardiólogo dijo que con medicamento y descanso
necesario todo estaría bien.
—Menos mal. Ah, me gustaría
hablar un poco más, pero el señor Diego necesita ir a tomar aire fresco,
¿verdad señor Diego?
El hombre miraba con expresión
ausente a Francia.
—El señor Diego es de los
que tienen peor condición. El Alzheimer es de las peores enfermedades que
existen. Él ya no puede retener información nueva y la anterior está casi al
olvido por completo. No reconoce a sus parientes. Ni a mí que lo atiendo todo
el día —dijo la enfermera con una sonrisa triste—. En fin, nos vemos, señora
Francia.
La mujer asintió y siguió
con su camino, sin notar que el hombre en la silla de ruedas movía su cabeza
hacia donde ella se alejaba. Con reflejos rápidos cogió un brazo de la
enfermera cuando ésta se dispuso a acomodar el cobertor que mantenía caliente
sus piernas. La enfermera se sorprendió y mucho más al ver que en los ojos
azules del hombre, un brillo que nunca le había visto resplandecía con intensidad.
—¿Señor Diego?
Cinco únicas palabras
salieron de la boca del hombre:
—Sé tocar la guitarra.
Francia.
Fin
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