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martes, 31 de diciembre de 2013

Los juguetes



Los juguetes

Ella salió del centro comercial con la bolsa de plástico colgando de su mano izquierda. Adentro, dos juguetes en sus cajas, envueltas para regalo, ocupaban todo el espacio. Un juguete era una figura de acción: Iron man, el más actual del mercado. Las luces que tenía en el pecho y mano derecha le encantarían a su pequeño hijo de seis años, a quien había prometido regalarle el juguete que más deseaba si él aceptaba dominar su temor a la hora de ir al colegio. Por causa desconocida, Dennis temía enfrentar el reto de asistir al nuevo colegio y no solo él, sino también su hija, la gemela de Dennis, así que para ella era el segundo juguete; una muñeca Barbie, morena, ojos cafés, esbelta y linda, tal como Daniela, su pequeñita.


Al llegar al estacionamiento, sonrió contenta al colocar en el asiento del copiloto la bolsa con los juguetes y mientras ella iba a ponerse detrás del volante, imaginó los rostros de felicidad de sus hijitos cuando les entregara sus regalos, los que bien merecidos se tenían, porque en los últimos días ellos habían dominado la tentación de faltar al colegio.

Suspiró fortalecida al pensar en sus gemelos. No había acción que no estuviera implicada con sus hijos. Prácticamente desde que los tuvo, vivía ya no para sí, sino para ellos. Había ocasiones en las que pensaba que su amor de madre rebasaba los límites, pero los gemelos eran su vida y fuera de éstos no había nada más.

Así que manejó por las transitadas calles  con una ligera sonrisa pintada en sus labios, sintiéndose ansiosa por llegar a casa, a la vez que feliz por la expectativa de regocijo que le darían sus hijos … entonces, al ingresar a su calle, la sonrisa se transformó en un rictus de estupefacción. Sus manos apretaron el volante al mirar la columna de humo que se elevaba sobre los tejados de algunas casas. Su corazón aceleró los latidos. Detuvo el auto y su mirada incrédula se abrió al máximo al mirar la fuente del humo.

Su casa.

Enormes llamaradas brotaban del piso inferior, devorando la madera que ante su poder, carecían de defensa, siendo más bien combustible junto con los accesorios del interior y mientras Ella parpadeaba frenética, como si con tal acción pudiera desaparecer la escena, bajó presurosa del vehículo.

Sus hijos. ¿Dónde estaban sus hijos?

Corrió al frente de la casa en llamas, buscando entre los vecinos que habían invadido la calle, a sus gemelos, con la potente esperanza de que la prima que los cuidaba en su ausencia, y ellos, hubieran escapado de ese infierno, pero no pudo encontrarlos.

—¡Mis hijos! —gritó con voz gutural, ronca por la terrible sensación que anudaba su dolor, ansiedad y preocupación en su garganta —¡Mis hijos! ¿Dónde están?

Miró con ojos brillantes por las lágrimas todavía retenidas, el fuego que trepaba por las paredes, consumiéndolo todo, produciendo un sofocante calor que podía sentir desde donde estaba. Su mirada vagó sobre el segundo y tercer piso con desesperación, naciendo en su interior el intenso deseo de tener una visión de rayos X para poder traspasar las paredes que aún permanecían a salvo del destructor y ver dónde exactamente estaban sus gemelos, si es que continuaban adentro de la hoguera que era su casa, lo que desde el fondo de su corazón suplicaba que no, porque el fuego había calentado el aire, expandiéndose y haciéndose más ligero, por lo que seguía ascendiendo, así que el humo, el aire caliente y los gases desprendidos de la combustión, se desplazaban hacia arriba, contaminando la pureza del oxígeno, entonces de pronto, las voces infantiles le llegaron llenas de terror.

—¡Mamá! ¡Aquí estamos! ¡Mamá!

Ella enfocó a sus hijos en una de las habitaciones del tercer piso, nublada por el denso humo. Su prima y los pequeños estaban asomándose por una de las ventanas, tratando de respirar aire puro, pero su constante tos y la aspereza de su voz al volver a gritar pidiendo ayuda, mostró que la inhalación de los gases tóxicos había producido ya irritación en sus sistemas respiratorios, afectándoles la laringe y posiblemente los pulmones.

—¡Mamá! ¡Ayúdanos!

Por un momento, el pánico opacó las otras emociones de Ella cuando se dio cuenta que no había manera de que sus hijos y prima salieran por esa ventana, ni por ninguna otra. Había unos nueve metros entre ellos y el suelo, así que no tenían manera de escapar, pero casi de inmediato, una sensación de rebeldía le robó los pensamientos y solo uno quedó en mente: salvar a sus hijos,  así que corrió hacia la ya inexistente entrada de la casa, en cuyo lugar crepitaban las voraces llamas, pero antes de llegar, fue detenida por los fuertes brazos de uno de los vecinos.

Ella se revolvió fiera en los brazos mientras la comitiva de bomberos hacía su arribo al lugar, pero la joven madre, ajena al entorno, excepto al pensamiento de salvar a sus hijos, luchó con salvajismo contra el atrevido, gritando histérica:

—¡Suéltame, maldito! —golpeó al vecino con fuerza, luchando con vehemencia para soltarse.

Y sus puños siguieron golpeando al hombre varias veces sin que le produjera daño alguno, por lo tanto la mantuvo bien sujeta y en silencio la levantó para alejarla de la fuerte temperatura que emanaba la casa en llamas, sin que el pataleo de Ella lo detuviera.

—¡No! —gritó Ella torturada por la impotencia de no poder hacer nada para salvar a sus hijos, agredida por la frustración de no tener la fuerza suficiente para soltarse de los brazos que la privaban de su libertad de elección. Miró hacia aquella ventana, todavía esperanzada, pero ya no vio ahí a sus pequeños. Su familia había desaparecido de su visión y fue en ese momento en que un torrente de lágrimas se liberó de sus abiertos ojos. Lloró a gritos, gimiendo la martirizante maldición que la vida le brindaba, mostrando su abierta desolación sin vergüenza.

Ni siquiera el crepitar de las llamas, ni el sonido del agua cayendo sobre ellas por las gruesas y largas mangueras, ocultó su intenso plañir. Su dolor profundizándose sin medida aparente cuando finalmente la parte de la casa donde había visto por última vez a sus hijos, se vino abajo. Tendió sus brazos al frente, donde estuvo su casa, en un afanoso e inútil intento de alcanzar a sus preciosos gemelos, pero solo destrucción recibió su gesto.

Devastación y muerte.

—¡No! ¡No! ¡Por favor, no! ¡Mis hijos! —repetía incapaz de aceptar la realidad, expirando ansiedad y rechazo por la tragedia. Odiando con cada fibra de su ser su existencia, pues deseaba estar con sus hijos.

Después, de manera repentina, la tensión de Ella cedió y quedó laxa en los brazos, con su mirada perdida en ningún punto en específico. El hombre la llevó a su auto para sentarla en el asiento del volante. Ella absorbió con fuerza por la nariz en un intento de limpiarla a la vez que sus ojos, que seguían derramando las cálidas lágrimas, se posaban en la bolsa de plástico. Tomó las cajas del interior y con manos temblorosas las desenvolvió sacando los juguetes. Iron man y Barbie la miraron. Iron man  alargaba el brazo derecho hacia ella, un círculo brillante en la palma de la mano asemejaba su energía, así como otro en el pecho y Barbie le sonreía, bonita con su larga y castaña cabellera. Los juguetes que les había comprado a sus hijos… los tan ansiados regalos.

Las lágrimas arreciaron cayendo sobre los juguetes, así como el fluido de su nariz. Temblando de pena, amargura y desaliento, abrazó las figuras y fue aquí donde su mente se estropeó, trayéndole el escape para su dura realidad y un fluido más acompañó los anteriores; la baba escapó libre de su boca y a ella no le importó. Nada ya le importó salvo esos juguetes que abrazando siempre, nadie fue capaz de quitarle.

Los juguetes de sus hijos. Sus juguetes.

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