Una típica
noche
Era media noche y como era
costumbre en aquel hogar, su habitante se había ido a dormir temprano, por lo
que la tranquilidad reinaba en el ambiente y la oscuridad rondaba sin ninguna
clase de luz artificial dentro. Todo podría tornarse en silencio y paz de no
ser por el constante y molesto chirrido de una silla mecedora que resonó por
cada habitación y rincón, atravesando sin piedad y escalofriantemente las
paredes, asentándose en su habitación, penetrando su cabeza sin misericordia
con agudeza despiadada.
Soltó un suspiro de fastidio ante
el sonido del vaivén de la mecedora al ir y venir en su propio lugar. ¡Apenas
que comenzaba a ser abrazado por Morfeo! Se sentó en la cama, molesto,
frustrado y con prominentes ojeras que denotaban un nulo signo de descanso
desde días pasados. Miró la hora en el reloj que descansaba sobre el buró a un
lado de la cama y otro suspiro, ahora de cansancio, brotó de sus labios. Se
colocó las pantuflas, se levantó con pesadez sin dejar de oír el infernal y
desquiciante chirrido, abrió la puerta para aventurarse al pasillo que lo llevaría
a la sala, a mano derecha. Allí lo vio. Al hombre sentado en la silla, quien no
había dejado de mecerse manteniendo sus ojos cerrados, disfrutando el
movimiento.
—¿Podrías dejar de mecerte? —le
pidió con aparente amabilidad, pero sin conseguir ocultar su total enfado.
El hombre abrió los ojos y giró
su cabeza a un lado para mirarlo, apoyando todo su peso en el respaldo,
haciendo que la silla se quedara quieta y el sonido dejara de taladrar el
entorno.
—Es tu culpa. Deberías ignorar el
ruido.
—Lo he intentado —se defendió
suspirando por tercera vez—, pero no puedo. ¿Dejarás de mecerte?
—No lo sé. ¿Lo haré? —clavó su
visión en él, detenidamente y con semblante serio—. Después de todo, soy un
producto de tu imaginación. En el momento que desees puedes dejar de escucharme.
Él se dio la vuelta y emprendió
el recorrido de vuelta a su recámara, oyendo nuevamente cómo la mecedora chirriaba
con potencia. Hacía tiempo que había dejado de dominar su mente hasta el grado
de poco a poco perdiendo el hilo con la realidad…
“Pide ayuda”, le había aconsejado el
hombre. Aún tenía tiempo; no era demasiado tarde.
Fin
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